De Cosmópolis a los espacios cosmopolitas[1] de Nikos Papastergiadis, que se desempeña como Director de la Research Unit in Public Cultures de la Universidad de Melbourne, fue publicado por primera vez en e-flux Architecture en el marco de Urban Village,un proyecto de colaboración entre esta plataforma y la 7º edición de la Bi-City Biennale of Urbanism\Architecture de Shenzhen. El texto se centra en el estudio de la transformación histórica de las instituciones del arte y la cultura contemporánea a través la tecnología digital.
El auge inicial de las bienales de arte coincidió con el malestar posterior a 1989 provocado por el internacionalismo, y con una explosión tentativa del pensamiento cosmopolita. Coincidió también con el cambio de imagen masivo de las ciudades como atractoras de capital global y centros de economías creativas. Entre la euforia y las inversiones masivas en infraestructura del arte hubo un crecimiento espectacular en el arte contemporáneo como acontecimiento. Sin embargo, tanto el arte contemporáneo como el fenómeno de las Bienales no tuvieron una relación fácil con los países y las regiones. La topografía de las ciudades y su voluntad global son más congruentes con el contexto posnacional o trasnacional del arte contemporáneo. Por lo tanto, los artistas se unieron a ciudades específicas, o bien buscaron establecerse en el vínculo entre ciudades, y aspiraron formar parte de una nueva red cosmopolita de centros urbanos. Desde 1989, la condición de la ciudad asumió un nuevo significado que incluye la relación a menudo tácita entre el capital simbólico y financiero, lo que nos lleva a replantear una vez más la necesidad de espacios cosmopolitas.
Las ciudades surgen a partir de la necesidad de seguridad, de la búsqueda de la creación de lazos comerciales y a través de la expresión de la cultura. La idea de que la ciudad, o al menos un fragmento sagrado de ella, constituye un lugar de refugio, también es antigua. La ciudad brinda protección contra los invasores, promueve industrias que procesan materias primas y, a través de la evolución de rituales y protocolos, se diferencia de los métodos de los bárbaros. Es, por lo tanto, un lugar de defensa, reunión y deliberación. Al hacer posible que las personas, los hechos y las ideas confluyan, estimula el intercambio, la traducción y la innovación. Si afirmamos que estos valores se benefician al expresarse de manera concentrada, y que las intensidades que ofrece la vida urbana se optimizan a través de una minuciosa fluctuación entre proximidad y distancia, entonces debemos preguntarnos ¿quiénes son los invasores y los bárbaros que amenazan a la ciudad contemporánea? ¿Es necesario que la revolución ocurra en la ciudad para que, tal como sugirieron Marx y Engels, nos rescate de la “idiotez” de la vida rural?
En la actualidad, las ciudades están interpenetradas por una compleja serie de fuerzas globales y locales que crean nuevas divisiones y jerarquías. Las amenazas que enfrenta la ciudad contemporánea no necesariamente provienen de sus propios vecinos o de la diferencia interna entre las demandas urbanas y rurales. Hace más de dos décadas, Saskia Sassen observó que ciudades globales como Nueva York, Londres y Tokio tienen más en común entre sí que con otras ciudades de sus entornos adyacentes[2]. En la medida en que esta trayectoria globalizadora se ha agudizado, hay en la actualidad más ciudades que están reordenando sus prioridades a medida que se desvinculan de sus estados. Esto puede sonar extraño en Singapur, un lugar donde la ciudad es tanto un estado como una región, pero la polis insular es al mismo tiempo una versión atípica y paradigmática de la ciudad global. En los demás lugares, las contradicciones entre la globalización y la urbanización son más profundas.
El ex alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, declaró recientemente que, con la salvedad de votar a Trump, el Brexit fue la decisión más absurda que pudo haber tomado un país. Mientras la torre personal del presidente se encuentra en Nueva York, su base política reside en ese remanente territorial llamado “FlyOver America”[3]. El giro hacia un populismo de derecha y una agenda neo nacionalista, giro evidente en lugares como la antigua Alemania Oriental y focos desindustrializados de Francia, aparece hoy como la amenaza más pronunciada al capital global y al sentido cívico de Occidente. Las regiones interiores están separándose cada vez más de las megalópolis y metrópolis litorales de todo el mundo. ¿Occidente se ha reducido al espectáculo entre Trump y Hillary Clinton? ¿A la ciudad contra el campo? Las dos opciones son incorrectas, puesto que no son malas en la misma proporción, del mismo modo que Macron no es lo mismo que Le Pen. Sin embargo, reducir las opciones solo confunde a quienes reconocen, con razón, que sus vidas están vacías debido a la inseguridad ontológica y la degradación ambiental.
El neoliberalismo hizo un trabajo notable al desvincular el poder estatal del control económico. En su afán de liberar al mercado para la prestación de servicios, transfirió activos controlados por el estado a empresas privadas, y en nombre de la desregulación mercantilizó la infraestructura para el servicio público, cuidado ambiental y protección social. No obstante, no aportó una plataforma adecuada para la discusión y redistribución de bienes públicos, y generó niveles de desigualdad inéditos en Occidente desde las décadas de 1910 y 1920. En una palabra, casi todos los logros del estado de bienestar, la rendición de cuentas democrática y los derechos humanos se deterioraron, y las nuevas amenazas ambientales, los temores xenófobos y las modalidades de gobierno no liberales se volvieron difíciles de distinguir unas de otras.
La modernidad fue impulsada por las transformaciones técnicas y las inmigraciones masivas. (…) Las diásporas y las redes crearon convergencias que exceden las estructuras convencionales y los sentimientos de pertenencia dentro de los parámetros del Estado-nación.
La modernidad fue impulsada por las transformaciones técnicas y las inmigraciones masivas. El movimiento sustentó la era de la industrialización e incrementó la mezcla de personas y culturas. De este modo, la retórica de la globalización se convirtió en la promesa moderna de la movilidad. Las diásporas y las redes crearon convergencias que exceden las estructuras convencionales y los sentimientos de pertenencia dentro de los parámetros del Estado-nación. Estos cambios bruscos fueron a menudo opacados por las experiencias exitosas que, o bien celebraban los ejemplos heroicos de los inmigrantes que pasaban de mendigos a millonarios, o proclamaban los grandes avances en cuanto a las oportunidades de vida. La globalización se fundó sobre el compromiso modernista de ser un impulso a futuro y transgredir los límites, enfrentándose a los mercados cerrados, impaciente con los procedimientos institucionales, y oponiéndose a las inhibiciones de los valores culturales tradicionales. La globalización prometió movilizar la vitalidad y la innovación a través de la interrupción voluntaria. Sin embargo, ¿cuántos fueron vigorizados, enriquecidos y emancipados mediante este proceso? ¿Se ha deteriorado la nación o tiene más importancia que nunca?
Hace diez años, muchos de nosotros expresamos nuestro optimismo sobre las posibilidades de la movilidad para ampliar las formas de intercambio cultural y traslación intercultural. Como observó Craig Calhoun: “se hablaba de la cosmopolitización de la vida diaria, la democracia cosmopolita, y del avance cada vez mayor de la unidad supra nacional en Europa”[4]. Las nuevas tecnologías de la comunicación y la caída significativa del costo de los viajes también fomentaron una suerte de cosmopolitsmo ingenuo:
Ahora que todo el mundo puede viajar a países lejanos, descubrir nuevas culturas y franquear barreras geográficas; ahora que los obstáculos en tanto sistemas políticos, lenguas, culturas y diferencias entre países y regiones tienden a desaparecer, y la transformación permanente es quizá la única constante en nuestra modernidad contemporánea, sobre todo ahora que los cimientos de las formas de gobierno, en el sentido de pertenecer a un Estado-nación, están debilitándose cada vez más. El nacionalismo es considerado una sensibilidad que no encaja con nuestra época, y las personas están construyendo nuevas identidades que derivan de las ciudades donde viven. Esto define el mundo en el que vivimos y los artistas son, sin duda, una de las clases sociales con mayor libertad de movimiento en esta época.[5]
En un periodo relativamente breve, estas declaraciones empáticas desaparecieron. Los sociólogos, los teóricos políticos y los curadores que predijeron el surgimiento de una identidad post nacional –una identidad que podría encontrar refugio en la ciudad cosmopolita o crear nuevos horizontes de conectividad a través de redes globalizadoras– adoptaron perspectivas más circunspectas y redefinieron la relación entre movilidad y pertenencia. Hoy en día, el discurso es más áspero en la medida en que los extremos violentos nos llaman la atención. En términos de derechos políticos, la proliferación de ciudadanos dinámicos y refugiados apátridas marca los dos extremos del espectro. Con respecto a la condición cultural, existe la creciente desesperación de que la movilidad esté alimentando una suerte de McDonalización de la cultura. Cuando vemos que los cambios humanitarios se toparon con la neo militarización de los controles fronterizos, o cuando observamos que el nuevo pensamiento acerca de la hibridación cultural ha avivado viejas fantasías de pureza étnica, nos invade la extraña sensación de que lo político está fusionándose con lo cultural.
La reacción política contra la globalización ha sido interpretada como el fin de los ideales culturales del cosmopolitismo. Esto no se debe solo al desmedro de la euforia por la movilidad y la hibridación que, en algunos casos, habían desdibujado desigualdades más profundas y producido una cadena de equivalencias entre personas con tarjetas de viajero frecuente de platino y los refugiados apátridas. Más bien, está vinculado a las cuestiones materiales y simbólicas de poder construir una comunidad posible y definir las formas de solidaridad que las instituciones puedan proporcionar, no ya solo prometer, para la distribución de placer, justicia y oportunidades. A menos que nos sintamos cómodos en plataformas como facebook, no podemos creer que la globalización esté colaborando con el cosmopolitismo de la sociedad. Por el contrario, la condición global se registra ahora no solo en términos de flujos acelerados, sino también como una ansiedad inminente sobre una crisis sin fin. En Grecia, por ejemplo, la crisis se ha convertido en un modo de vida, y esto no es más que el vértice de una parálisis aún mayor de la imaginación política. A lo largo del mundo, una crisis se funde con otra. Las causas de la inequidad económica se transforman en consecuencias anti humanitarias. Ya no tiene sentido hablar de una crisis. La crisis no es solo plural, sino ambiental.
Sin embargo, ni la globalización ni el cosmopolitismo son iguales o codependientes. Esto podría parecerle obvio a Emmanuel Kant, quien, fuera de dos breves excursiones, nunca salió de Königsberg. Al reflexionar sobre el panorama actual, podemos afirmar que la globalización posee una lógica integradora que busca facilitar los flujos mediante el establecimiento de rutas transparentes, servicios de clasificación estandarizados, plataformas consistentes y redes totalizadoras. En resumen, para permitir la movilidad y aceitar los intercambios, la globalización requiere un mundo hermético, plano y homogéneo. Esta máquina uniforme no tiene nada que ver con la vida cosmopolita, que a mi juicio supone estar abierto al mundo con todas sus diferencias. En el centro del cosmopolistismo hay una paradoja sorprendente: crea una igualdad radical entre las personas, pero entiende que el encuentro entre distintas individualidades solo puede ser significativo si se articulan nuestras similitudes y diferencias. El cosmopolitismo tiende, por lo tanto, hacia la heterogeneidad; hacia un mundo más vívido de diferenciación generativa. Desde esta perspectiva, podemos advertir no solo una crítica de la mercantilización global y de la instrumentalización de la cultura, sino vislumbrar otra forma de hacer el mundo. El mundo de la globalización no es igual al cosmos de la vida cosmopolita.
Debemos redirigir los vínculos entre globalización y vida cosmopolita. Esto no solo implicaría una aclaración de la orientación opuesta ambas, sino también un replanteo del papel de las instituciones culturales que fueron fundadas para brindar una identidad coherente de las culturas dentro de su espacio cívico, o para elevar a la ciudad como repositorio de la cultura mundial. A medida que estas instituciones se ven cada vez más como parte de un diálogo transnacional más amplio sobre la vida cosmopolita, podemos volver a plantear la forma en que los valores culturales están relacionados con las capacidades institucionales. Las ciudades y los Estados-nación son fuerzas mediadoras entre los ideales culturales de la vida cosmopolita y la ideología de la globalización. Sin embargo, las ciudades y las naciones no son actores neutrales. Tienen su propio bagaje, hecho de prejuicios primordiales y jerarquías de exclusión.
Las ciudades que proclaman el vitalismo de la diversidad no pueden funcionar como refugio de la diferencia. Si la diversidad queda atrapada en el principio del refugio, entonces la ciudad se convertiría en una espiral múltiple de retraimiento. Cada diferencia llevaría el refugio a su propia esfera. Cesaría el diálogo y reinaría una regresión infinita. Sin embargo, en el contexto de públicos diversos y espacios públicos en red, el tráfico cultural no puede sobrevivir como un aislamiento relativo. Ninguna ciudad puede durar demasiado si levanta barreras muy rígidas para el intercambio, del mismo modo que la fractura interminable de la esfera pública está entregada al ruido. Una vez más, estamos atrapados ante malas opciones. En la ciudad neoliberal-hiper-comunicativa, las opciones de un museo se reducen frecuentemente a permanecer como una reliquia pintoresca del pasado o bien surgir como un proveedor de servicios en el mercado del espectáculo. Sin embargo, en vez de la aceptar la resignación pragmática de que la identificación cívica no es tan mala como el corporativismo neo colonial, o de entregarse a la simple oposición entre mal nacionalismo y buena vida cosmopolita, las bases de una iniciativa cosmopolita deberían examinarse de nuevo, incluyendo una investigación más detallada de la forma en que las personas median entre distintos sistemas y de la existencia de instituciones que llevan a cabo prácticas culturales colectivas. De lo contrario, estamos enredados en una danza de dependencia y negación. Mientras que los agentes cosmopolitas dependen de las instituciones nacionales pero niegan su dependencia, el imaginario nacional depende de los valores cosmopolitas pero niega cualquier fuerza vinculante que comprometa su soberanía. ¿Cómo sortear estas oposiciones inútiles?
La colaboración es uno de los conceptos más importantes para abrir espacios de diálogo e intercambio en la cultura contemporánea. Es un término que tiene un significado especial en el ámbito de los museos y el arte. Desde una perspectiva instrumental, es una herramienta que coordina los múltiples roles necesarios en la producción cultural. A nivel conceptual, también es útil desacreditar la misteriosa jerarquía del genio artístico y destacar la interacción creativa que se produce en el desorden de la producción cultural. Sin embargo, esto todavía ofrece un punto de vista limitado sobre la colaboración. Solo rastrea la diferencia entre el proceso de implementación vertical que emana desde abajo y la horizontalidad de la colaboración que surge del medio. Además de reconocer que la colaboración se extiende hacia afuera, existe el desafío adicional de entenderla en un espacio social más amplio.
Una década después de observar la acentuación de las técnicas colaborativas en las prácticas artísticas contemporáneas, Maria Lind propuso que era necesario volver a pensar la “sistematización” de los museos y las instituciones contemporáneas.[6] Dado el alcance y la velocidad de las corrientes en un mundo globalizado, y de las intrincadas complejidades de la vida cosmopolita, es un momento crucial para reflexionar sobre la utilidad del museo. La capacidad de ofrecer un espacio para la contemplación y la reflexión, así como para el compromiso y el entretenimiento, ha llegado a un punto de inflexión. No obstante, su estatus privilegiado de plataforma de deliberación y destino de las “bellas artes” va también en contra de la tendencia emergente de las prácticas colectivas, efímeras e interactivas del arte contemporáneo. En este contexto, la colaboración no se constituye a través de una estructura de mando vertical, sino por medio de un proceso de experimentación horizontal. La voluntad de trabajar juntos puede prosperar solo si existe un proceso ambiental que genere confianza. En tanto los artistas articulan su práctica con la idea de que la ciudad o, en términos más amplios, de que la condición urbana es el lugar de producción y la zona de lucha, también generan preguntas de doble filo con respecto a los roles y límites institucionales. Por un lado, amplían el museo en tanto abarcan agentes externos a la institución. Por el otro, rompen el marco de evaluación al diseminar el acontecimiento artístico en una zona sin límites. En cualquier caso, ya no hay refugio para el mundo dentro del museo, y el museo es cada vez menos un refugio para la historia de la ciudad.
En todo el mundo ha habido muchas coaliciones artísticas, grupos de trabajo, confederaciones, redes de colaboración y organizaciones trasnacionales que no solo intentaron desarrollar una “reciprocidad de recursos”, sino también proporcionar una nueva base para una “ética de la solidaridad”. Natasha Petresin-Bachelez llama a este fenómeno “revolución de la red”, y la ha cartografiado relacionándola con la influyente teoría de Bruno Latour.[7] Las redes fueron diseñadas para romper las estructuras de autoridad centralizadas, para mejorar el intercambio de conocimientos entre pares y capitalizar el potencial democrático de las nuevas tecnologías de la comunicación. Por lo tanto, las redes no son solo herramientas importantes de difusión, sino también un elemento vital dentro de un nuevo marco conceptual. La teoría de Latour del actor-red destaca la interdependencia entre las acciones individuales y el sistema que permite que las fuerzas fluyan. Desde esta perspectiva, la capacidad de acción existe en la medida en que hay una red y, a la vez, las redes se activan a través de las acciones de los individuos.
Cluster, una red de instituciones de pequeña escala situadas en la periferia de ciudades europeas y en Jolón en el Medio Oriente, es el resultado de la unión de Petresin-Bachelez y especialistas como Maria Lind. Otro ecosistema de redes destacado es Arts Collaboratory, que ofrece una plataforma de intercambio para organizaciones artísticas de África, Asia y América Latina. Distintas coaliciones entre artistas, activistas y académicos han formado grupos como Decolonial Aesthetics y The Southern Conceptualisms Network. Han surgido nuevos sindicatos de artistas, como Gulf Labor y W.A.G.E, que luchan contra el abuso de derechos en la construcción del Guggenheim Abu Dhabi. En Australia, existe CAOA, una red de organizaciones de arte contemporáneo que ofrece intercambio de información y apoyo a colegas.
En un intento por confrontar los desafíos que plantea la era del neoliberalismo precario y el globalismo complejo, L’internationale, una coalición de seis instituciones de arte moderno y contemporáneo europeas, es un buen ejemplo de cómo volver a pensar la función del museo como parte de una colaboración entre instituciones.[8] La idea de la confederación es ser en sí misma una respuesta a los límites del museo y la ciudad como refugios. Incluso el Reina Sofía, la institución más grande de la confederación, es demasiado pequeño para ofrecer una base genuina para el refugio artístico, y hoy en día todas las ciudades son culturalmente demasiado grandes para ser representadas por una institución particular. En la era de la movilidad, la colaboración es inevitable. Sin embargo, la resistencia de la globalización y la ideología del neoliberalismo dan prioridad a la competencia y subordinan la creatividad a los dictados del beneficio instrumental y el rendimiento comercial. En un momento en que la Unión Europea está dominada por objetivos económicos y políticos feroces, la propuesta de una nueva coalición que eleva los valores culturales de la diferencia y abre una nueva frontera para el intercambio entre agentes locales y globales, no solo va a contrapelo de la historia, sino que renueva la fe en la vida cosmopolita. Tal como señaló H. G. Wells, no hay evidencia de que la ciudad cosmopolita se haya construido, pero también es cierto que, en cada época, los sueños de la vida cosmopolita han vuelto a expresarse.
Entonces, ¿qué aspectos definirían a una nueva coalición, y cómo se diferenciaría de instituciones enormes como la Tate, que ha consolidado su base central mediante el desarrollo de satélites, o de las estrategias de Guggenheim, que estructura su crecimiento a través de un sistema de franquicias horizontal? Manuel Borja-Villel destacó que el surgimiento de la confederación se debió a la ruptura radical de las bases sobre las cuales se fundaron los museos. “El neoliberalismo”, afirma, “nos ha quitado territorio”, dejándonos “atrapados entre un pasado en el que no nos reconocemos y un presente que nos disgusta”.[9] Es una suerte de versión cultural de la prosopagnosia: el individuo mira algo que le resulta familiar, pero no es capaz de reconocer ninguno de sus rasgos. En Europa del Este existe un viejo chiste: “la situación es catastrófica, pero aún no reviste gravedad”. El sentido del chiste no es reírse de las causas del lamento, sino instarnos a empezar de nuevo e imaginar una imagen propia alternativa. Así, L’Internationale adoptó una estructura molecular y una orientación transversal como fundamento de su unión. Hacen referencia a la práctica de trabajar juntos como confederación para distinguirla de proyectos temporales o alianzas tácticas. La estructura se define como “un espacio para el arte dentro de un internacionalismo descentralizado y sin jerarquías, basado en los valores de la diferencia y el intercambio horizontal entre una constelación de agentes culturales, con raíces locales y conectados de manera global”.[10] Esta estructura flexible y dinámica está pensada como punto de partida tanto del pasado irreconocible como del presente intolerable. Supone un esfuerzo por diferenciarse de la clásica lógica acumulativa del museo, que aspira a mantener una visión enciclopédica de la cultura mundial, y de la ya mencionada agenda corporativa. Manuel Borja-Villel pretende que L’Internationale se convierta en un “monstruo”, en una institución trasnacional, demasiado grande para ser controlada por poderes locales y suficientemente difusa como para desafiar cualquier estilo estético.
En los últimos cinco años, la confederación ha elaborado publicaciones, proyectos y brindó conferencias. Sin embargo, la importancia de este giro institucional no puede medirse en términos de aumento de la productividad. Debe generar nuevo conocimiento sobre el lugar histórico del museo, adoptar modelos alternativos de administración institucional, repensar los espacios de producción estética y, en última instancia, aceptar el rol del público como elemento constitutivo. A través de cada una de estas cuatro esferas, también podemos identificar la necesidad de perseguir tres objetivos que fueron evidentes durante algún tiempo en todo el sector, pero que aún no se han resuelto: descolonizar la imaginación, democratizar la institución e instituir los bienes comunes. Hay, por lo tanto, un proceso en zig-zag de identificación y prueba práctica, así como un método volátil de articulación conceptual y reflexión, que se manifiesta en la búsqueda de estos tres objetivos.
La descolonización de la imaginación obliga a apartarse de las orientaciones colonialistas y de las actitudes modernistas. Las culturas del sur ya no pueden considerarse meras materias primas que los representantes del norte pueden extraer y procesar. Debemos reconocer que la interpenetración de las culturas del mundo también ha generado nuevas demandas de igualdad y respeto, y una mayor comprensión de la hibridación de todas las formas de producción cultural. La descolonización de las instituciones artísticas requiere algo más que un cambio de actitud. Estimuló un replanteo de la organización de las colecciones, la identificación de múltiples narrativas históricas, la asociación con artistas para expandir espacios de archivo, el desarrollo de programas curatoriales transnacionales y, en términos generales, la reorientación del conocimiento histórico en torno a cuestiones de urgencia y exploración de afectos. El desafío de descolonizar la imaginación supone generar narrativas multifacéticas en las cuales la identidad pueda definirse de manera relacional en vez de fija, y la interacción entre la parte y el todo sea una apertura hacia múltiples universos en lugar de la confirmación de una perspectiva singular centrada en una nación.
Democratizar la institución supone no solo expandir el acceso al museo, sino también un replanteo radical del público en tanto elemento constitutivo que da forma al museo. Esta noción expandida de organismo público fue primero evidente en la evolución de la práctica artística, en el cambio de énfasis de autonomía creativa a colaboración cultural. En oposición a la jerarquía vertical o de estructura piramidal de organismo creativo que sitúa al artista en la cima, como único creador, y añade al departamento de conservación y de educación como mediadores con la función de transferir y traducir el mensaje contenido en la obra de arte para el público en general, hoy es necesario adoptar un modelo alternativo en el cual la creatividad se distribuya de manera más abierta y el artista colabore con curadores, mediadores y el público para co-producir la realización de una propuesta estética dentro de un contexto colectivo y reflexivo.
La institución de los bienes comunes difiere tanto de una propuesta imaginaria de cultura alternativa como de la jerarquía modernista que exaltó una visión del mundo específica como pináculo de la cultura universal. La institución de los bienes comunes se produce a través de la unión de diversos agentes para interpelar una agenda compartida. En el contexto de L’Internationale, este fenómeno encontró sus articulaciones más vívidas por medio de iniciativas como el “archivo de bienes”, en el cual se generan historias múltiples a través de la concentración táctica de recursos y personas en colectivos artísticos, movimientos sociales y universidades.
En un mundo de intensa movilidad, perseguir y poner a prueba estos objetivos supone un verdadero desafío. Entender de qué manera cambian las ideas, los símbolos y los objetos estéticos a medida que se mueven ya es suficientemente difícil. Ver cómo operan y mutan en un campo de distintas corrientes requiere prestar atención al efecto cascada de los cambios geopolíticos, las plataformas de comunicación ambiental y las presiones institucionales que surgen de cada entorno específico. La movilidad es, por lo tanto, no solo un fenómeno que está redefiniendo nuestra concepción de lugar, sino también la forma en que vemos y percibimos el mundo. Esto tiene importantes repercusiones para el modo en que los museos organizan la representación y las oportunidades para difundir el conocimiento. Las nuevas tecnologías de la comunicación están generando nuevas formas de intimidad a distancia y acelerando las relaciones de intercambio entre productores y consumidores, derrumbando muchas de las fronteras tradicionales desde donde se ganó distancia crítica y sobre las que descansaba la autoridad del museo. La perspectiva externa no es garantía de objetividad y neutralidad. Se necesitan nuevos tipos de intimidades y complicidades transculturales no solo para ganar confianza sino familiaridad con redes complejas de información cultural. En este contexto, el conocimiento deja de ser definitivo y universal. Es contingente, multifacético, y está entrelazado en las luchas entre culturas públicas hegemónicas y contra hegemónicas.
En resumen, comprender el significado de lo que Petresin-Bachelez llamó la “revolución de la red” requerirá nuevos marcos conceptuales y de evaluación. En los estudios sobre museos, buena parte de las evaluaciones tiende a enfocarse en su impacto individual con relación al apoyo que brindan a las prácticas artísticas, el desarrollo de saber cultural, la interacción con comunidades locales, la influencia en la cultura nacional o la colaboración económica en el turismo cultural. Como coalición, la importancia de la colaboración trasnacional requiere más que la ampliación del marco y la extensión de esos puntos en una evaluación comparativa. Por lo tanto, un estudio sobre L’Internationale no debería limitarse a una larga lista de programas artísticos o a una amplia red de impacto cultural. El objetivo de una confederación debería ir más allá del crecimiento progresivo para generar mayor poder adquisitivo, o de la protección de sus socios de las turbulentas fuerzas del cambio. Del mismo modo, el conocimiento producido a través de una coalición debe ser más que la suma de sus contenidos en seis silos. Una formación tan compleja no se asemeja ni al objeto de estudio habitual de los estudios sobre museos ni puede compararse con el fenómeno de las franquicias corporativas. Podemos postular que las redes, las coaliciones y confederaciones son más bien objetos incompatibles en este campo. Deberían abrir nuevos horizontes y afrontar nuevos problemas. Por ejemplo, la primera colección de textos que produjo L’Internationale proponía volver a pensar algunas cuestiones sin resolver a propósito de los medios, la condición y el contexto del arte: ¿cuál es el propósito del diálogo en un campo relacional de práctica visual? ¿Es un medio para un trabajo basado en el objeto, o un fin material en sí mismo? ¿Cómo se articulan los temas de escala global con el viejo discurso de lo local y lo global? ¿Cuál es el estado de los deshechos efímeros? ¿Lo sagrado todavía requiere una barrera protectora en una institución de arte contemporáneo? ¿Es posible reconstituir lo común en el contexto de la pluralidad radical?[11]
Podemos concluir con una breve reflexión a propósito de un tema controvertido: la imbricación entre estética y política. Este ha sido un tema fundamental en varios proyectos en los cuales L’Internationale fue pionera, y un rápido examen del modo en que fue abordado puede dar una idea de los avances conceptuales y beneficios que surgieron de este proyecto de colaboración. Desde los comienzos de la modernidad, los artistas, curadores y teóricos han abordado este tema desde dos ángulos diametralmente opuestos. Por un lado, se afirma que la belleza del arte no tiene otra función que la búsqueda de la lógica autónoma e interna del placer desinteresado del espectador. Por el otro existe la afirmación, igualmente extendida, de que el arte adquiere belleza a través de la subordinación de la forma a la función, de modo que se convierte en la expresión de una externalidad similar a la de un parámetro conceptual preexistente o la voluntad inherente a una ideología política. En una respuesta reciente a este enigma, Jacques Rancière afirmó que “la vida es la noción que nos permite superar esas contradicciones”.[12] Rancière pone a prueba su afirmación a través del examen de una sorprendente sociedad de fuentes: los escritos de Kant y John Ruskin y las prácticas visuales de la vanguardia soviética. A partir de estos puntos culminantes del pensamiento modernista y la práctica estética, Rancière establece un giro en las definiciones convencionales de belleza, afirmando que no es la consecuencia de la integración mecánica ni el resultado de la resolución formal; que no se mide en función de su semejanza con la perfección orgánica, como la de una flor, ni en su observancia a priori de una forma conceptual. Por el contrario, la función del arte surge de sus capacidades de expandir e intensificar la comunicación. Todas las formas de comunicación están necesariamente orientadas hacia el exterior. Apuntan a lo social y se enriquecen mediante prácticas colectivas de intercambio y traducción. Así, la belleza del arte no se define por criterios internos que derivan de la autonomía estética o de la utilidad política, sino en el “acople” o en la “socialización” que ocurren a través de la comunicación. El arte y la vida provienen de la conjunción irrestricta de utilidad social y placer sensorial. Produce un espacio que podemos llamar héterocosmos, que resulta atractivo para el otro y es a la vez un “lugar para la vida”.[13] Rancière insiste en que no se trata de una forma de unificación en la que el arte y la vida se disuelven mutuamente, sino una concordancia que se representa como un “complemento” y, por lo tanto, da lugar a un espacio siempre abierto.
La formulación de Rancière del espectador emancipado se vincula con la idea del espectador desinteresado, que tuvo tanta influencia a principios de la modernidad. Cabe señalar que las técnicas visuales de vanguardia, que trataban de alterar el orden normativo y agitar las manifestaciones sensoriales, operaban en un contexto en el cual la centralidad de lo visual de la condición urbana estaba en sus etapas iniciales. Dada la condición profundamente visual de la modernidad tardía, la condición de espectador resulta tan irónica como crítica. En respuesta a este cambio, los teóricos y curadores advirtieron un cambio de paradigma en la función del arte: de la condición de espectador a la de usuario. Steven Wright ha hecho referencia a prácticas artísticas que no pueden distinguirse de actividades sociales en las que no se intenta utilizar el arte como representación de la sociedad, sino que las acciones sociales y artísticas coexisten como ejemplos de “doble ontología”. Wright sostiene que estas prácticas, como las comidas compartidas, por ejemplo, poseen una “ontología primaria en tanto son lo que son, y una ontología secundaria como propuesta artística de lo mismo”.[14] Este marco conceptual difiere del de Rancière. Mientras el filósofo francés se detiene en el propósito de las vanguardias de producir una “concordancia” entre el arte y la vida, uno de los desafíos de la “revolución de la red” es la búsqueda de “relaciones con sentido”.
En relación con las recientes tendencias de prácticas colectivas y colaborativas vinculadas a la vida diaria, el objetivo no es superar la polarización creando un lugar atractivo para los demás y encontrar en el arte un lugar para la vida, sino más bien que el arte se aleje de las limitaciones institucionales e instituya lo común. Allí donde las vanguardias buscaban superar la separación mediante un complemento radical, los montajes contemporáneos formados por colectivos como Ruangrupa, hacen que los límites entre el arte y la vida sean redundantes, porque no hay representación de nada ya que, al mismo tiempo, se utilizan las condiciones materiales de la vida cotidiana, a las que inevitablemente están ligadas. Por lo tanto, la relación entre arte y vida opera en una escala 1:1. Esta orientación hacia la condición del usuario, en lugar de plantear otra crítica de la condición del espectador, es importante para Wright y para muchos de los proyectos iniciados por L’Internationale, porque marca una ruptura con respecto a las reivindicaciones modernistas sobre la función del arte. Asimismo se refiere tanto a las prácticas colectivas que alteran las expectativas institucionales sobre la autoría, como a la constitución artística de entornos que rechazan la lógica de colección, clasificación y mercantilización del museo. En medio de estas prácticas no hay público; porque las personas no las enfrentan: deben involucrarse en ellas. Las personas involucradas dan forma a la materialización espacio temporal del proyecto, lo cual significa que están hechas a la vez del mismo material que la obra de arte. Wright defiende esta reorientación de la conducta hacia la condición del usuario, ya sea dentro o fuera de los límites del museo, como un medio de liberación de la corrosiva ilusión del excepcionalismo “que ha dejado al mundo del arte autónomo lleno de cinismo”.[15]
No está claro si esta monstruosa alternativa anticapitalista es en sí misma sustentable. Hasta la fecha, prospera porque encontró formas de explorar las contradicciones dentro de las estructuras de financiación europeas. Es imposible predecir si la coalición es un remolino temporal formado por una corriente de salida o si prosperará cuando supere a sus rivales. Sin embargo, esta estructura nos alerta como mínimo sobre un problema existencial dentro del ámbito del museo. Las líneas de quiebre entre los intereses de los artistas y movimientos cívicos como Gulf Labor Coalition e instituciones como el Guggenheim son evidentes a escala mundial. Este conflicto también está manifestándose en Europa. ¿Puede cobrar fuerza la búsqueda de igualdad democrática e intercambio cultural abierto en una época en la que el proyecto europeo avanza hacia formas cada vez mayores de fragmentación y desigualdad?
Si trazáramos un mapa de las actividades y aspiraciones del arte contemporáneo, ¿cómo se vería? No es difícil trazar las líneas de movimiento que articulan los lugares de origen con los lugares de trabajo.[16] Esto daría como resultado un mapa familiar, un mapa que no diferiría tanto de las rutas de vuelo globales de las grandes aerolíneas. Sin embargo, estamos igualmente familiarizados con la resistencia que generan los artistas cuando los críticos y curadores los clasifican de acuerdo a identidades regionales. ¿Podemos, por lo tanto, trazar un mapa de las estructuras de pertenencia, un mapa que abarque el sentido de pertenencia al mundo en relación con tres escalas –nuestro cuerpo, una comunidad y el mundo como esfera– y luego superponerlo con formas de pertenencia cívicas, nacionales y cosmopolitas? Estoy seguro de que este mapa tendría el aspecto de un diagrama de Venn inestable. Sin embargo, más allá de un sentido esquemático de interconectividad, esta imagen también habla de las formas complejas de solidaridad política y de las redes institucionales necesarias en el mundo del arte. El arte contemporáneo actúa hoy en grupos de relaciones sociales y está enredado en una multiplicidad de referencias culturales y medios artísticos. Esto produjo un desafío radical tanto en la evaluación estética como en la crítica normativa. Lo bueno y lo noble no son ni equivalentes ni impermeables entre sí. Los museos no son ya refugios para la preservación del arte por el arte. Están involucrados en la crisis global de la desindustrialización, la descolonización, la migración y el cambio climático. Deben navegar a través del terreno ideológico del neoliberalismo y de las plataformas de comunicación interactivas. Sin duda, entonces, ha llegado el momento de desarrollar herramientas que mejoren las prácticas de colaboración a través de los países y las instituciones.
[1] De cosmópolis a los espacios cosmopolitas [From Cosmopolis to Cosmopolitan Spaces], de Nikos Papastergiadis, se publicó por primera vez en e-flux Architecture como parte de Urban Village,proyecto en colaboración entree-flux Architecturey la 7º Bi-City Biennale of Urbanism\Architecture (UABB)bajo el tema Cities, Grow in Difference. La bienal se realizó entre 15 de diciembre de 2017 y 17 de marzo de 2018 en la ciudad de Shenzhen, China.
[2] Saskia Sassen, La ciudad global (Buenos Aires, Eudeba, 1999).
[3] N. del E.: “FlyOver America” es un centro de entretenimiento que utiliza efectos especiales para simular vuelos sobre puntos de referencia y paisajes escénicos de Estados Unidos.
[4] Craig Calhourn, Is there anything left after global spectacles and local events? Craig Calhoun in conversation with Peter Beilharz and Nikos Papastergiadis (Melbourne: RUPC pamphlets, 2017).
[5] Barbara Vanderlinden, “Re-Used Modernity” Brussels Biennial (Koln: Verlag, 2008), p. 34.
[6]Maria Lind, “Collaboration: Ten Years Down the Line” en Greater Together, ed. Annika Kristensen (Melbourne: Australian Centre for Contemporary Art, 2017).
[7] Nataša Petrešin-Bachelez, “Time for a Network Revolution: Coalitions, Working Groups, Confederations,” Independent Curators International Journal 29 (May 2015), http://curatorsintl.org/research/time-for-a-network-revolution-coalitions-working-groups-confederations; Bruno Latour, Reassembling the Social (Oxford: Oxford University Press, 2005).
[8] L’Internationale es una colaboración entre seis museos e instituciones de arte contemporáneo europeas. Fue fundada por seis directores: Vasif Kortun, Zdenka Badovinac, Bartomeu Mari, Manuel Borja-Villel, Bart De Baere y Charles Esche, y reúne el personal y los recursos de Moderna galerija (MG+MSUM, Liubliana, Eslovenia); Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS, Madrid, España); Museu d’Art Contemporani de Barcelona (MACBA, Barcelona, España); Museum van Hedendaagse Kunst Antwerpen (M HKA, Antwerp, Bélgica); SALT (Estambul, Turquía) y Van Abbemuseum (VAM, Eindhoven, Países Bajos). Si bien se encuentra en Europa, L’Internationale está vinculada con colegas de distintas partes del mundo. La agrupación se inició formalmente en 2010 y adoptó su forma actual en 2013 con el proyecto The Uses of Art – the legacy of 1848 and 1989.
[9] Manuel Borja-Villel, e-mail correspondence (Feb 7, 2017).
[10] Ver http://www.internationaleonline.org/confederation.
[11] Christian Höller, L’Internationale. Post-War Avant-Gardes Between 1957 and 1986 (2015): pp. 38–39, 96–105. Ver link
[12] Jacques Ranciere, “Art, Life, Finality: The Metamorphoses of Beauty,” Critical Inquiry 43 (Spring 2017), pp. 597-616.
[13] Ibid., p. 603.
[14] Stephen Wright, Toward a Lexicon of Usership (Eindhoven; Van Abbemuseum, 2013), p. 22.
[15] Ibid., p. 12.
[16] Christiane Berndes y Joost Grootens, “Data Visualisation on Artists’ Migrations. Research in Progress” L’Internationale (27 de marzo, 2017). Ver link