El Canadian Centre for Architecture (CCA) de Montreal lanzó en 2016 la iniciativa CCA c/o, bajo la premisa de que en la actualidad las instituciones de alcance internacional deben concebirse como redes, y no como edificios. El objeto del experimento es transformar a la propia institución, que busca nuevos horizontes temáticos para sumar perspectivas al pensamiento arquitectónico. CCA c/o propone una serie de actividades temporales en distintas ciudades del mundo, curadas por colaboradores locales, y pone de manifiesto cuestiones de relevancia general que surgen en distintos contextos, además de promover el intercambio de ideas entre geografías.
Realizado previamente en Lisboa (2016–2017) y Tokio (2018–2019), CCA c/o Buenos Aires (2020-2021), cuya curaduría está a cargo de Martín Huberman, es la tercera iteración de la serie. Me conociste en un momento muy extraño de mi vida se plantea como una mirada introspectiva de la arquitectura y su campo de acción, en un período crítico para la ciudadanía argentina: la crisis financiera de 2001. La investigación usa el tiempo transcurrido y la distancia de una perspectiva internacional para revisitar el accionar profesional en el contexto de un golpe dramático que aceleró la tradición desarrollista que la arquitectura argentina lleva en sus venas. Sin centrarse en cuestiones compositivas o en una representación idealizada del reciente desarrollismo vernáculo, la investigation profundiza en los rasgos casi invisibles del quehacer arquitectónico que, por acostumbramiento o por pura extravagancia, suelen descartarse del relato tradicional.
A continuación, presentamos una conversación entre Martín Huberman y Rodrigo Kommers Wender, publicada originalmente en PLOT 59.
Conversación con Martín Huberman, curador del CCA c/o Buenos Aires
Rodrigo Kommers Wender: Me conociste en un momento muy extraño de mi vida tiene como punto de partida la crisis financiera que estalló en diciembre de 2001 en Argentina e investiga sus implicancias en los modos de la producción arquitectónica, con una mirada que trasciende su atributo proyectivo para preguntarse y poner en discusión qué entorno urbano y social emerge y cómo participa la disciplina de su construcción. ¿Qué hipótesis de lectura se despliegan en la investigación al poner el foco sobre la relación de la arquitectura con el mercado financiero, el dinero, a partir de este momento particular de la sociedad argentina?
Martin Huberman: Para nosotros es importante la mirada transversal sobre la práctica arquitectónica, que explora campos más allá de la disciplina tradicional. A partir de esta primera idea de mirar a la arquitectura en su formato financiero, o la arquitectura en clave inmobiliaria de los últimos años, empezaron a abrirse nuevas perspectivas de lectura. Cuando analizás el mapa de la ciudad con esta pregunta en mente, podés desandar un entramado de relaciones que están ahí, a simple vista. La aglomeración de entidades bancarias en la zona céntrica de la ciudad es un ejemplo, ya que fueron diseñadas por los nombres más resonantes de la arquitectura nacional del siglo XX, y que además fue el escenario principal de un momento muy crítico para la sociedad argentina. Esa relación espacial dejó una cicatriz que todavía hoy no podemos sanar. Al estudiarlo te das cuenta de que esta no es la única cicatriz sin curar, sino una anterior que está ligada al golpe militar de los años 70. Hay una serie de dramatismos, de los cuales los arquitectos formamos parte, y la arquitectura nunca parece tomar posición, es decir, hay temas que no trata, pero de los cuales indefectiblemente forma parte. Es como si hubiese una vergüenza en poner ese tema sobre la mesa. En el mundo académico la relación de la arquitectura con el dinero propiamente es inexistente, o se pone a un costado: se habla de la eficiencia de los materiales, pero nunca de la ganancia de los inversores; se habla de las unidades, pero nunca se formaliza esa relación codo a codo que la arquitectura establece con el dinero. Es como si solo se hablara de volúmenes y materialidad, y creo que es necesario complejizar la discusión. Esta es una suerte de búsqueda hacia una honestidad en la construcción del relato arquitectónico. Y cuando abrís ese libro de la honestidad y hacés el ejercicio de mencionar todos los pormenores es donde aparecen nuevos descubrimientos. Volviendo a la arquitectura bancaria, se podría decir que la arquitectura formó parte de un proceso particular, la construcción de una confianza en ciertas instituciones, en el que se generaron un conjunto de lenguajes que proyectaron una serie de mensajes hacia la población, que fueron muy efectivos y que en un momento ese discurso se quebró. Es decir, que la estética de la confianza que la arquitectura le imprimió hace cien años a las incipientes entidades bancarias un día se desvaneció. Ignorar la complejidad de estos procesos, a mi manera de ver, genera cierta flaqueza en el discurso arquitectónico contemporáneo, y se pierde la capacidad genuina y sincera de la disciplina de generar transformaciones reales. En resumen, la idea era meterse en las catacumbas y sacar a relucir este socio mayoritario que tiene cualquier proyecto de arquitectura: el dinero. La arquitectura se mide y se calcula en valores monetarios: construir una casa tiene un valor, se vende por metro cuadrado, que es un valor superficial, no es una medida volumétrica, no habla del espacio, no habla de habitabilidad. Creo que ahí es donde empieza una parte del problema. Sincerarnos en esos términos y entender qué es lo que posibilitó que pudiéramos trabajar como arquitectos y proyectar en este período, la poscrisis, tiene mucho que ver con esta investigación.
RKW: El título del proyecto está tomado de la escena final de El club de la pelea, una de películas más discutidas de los años 90 y analizada desde perspectivas muy diversas e incluso contradictorias. En la película, el narrador es un empleado de una empresa automotriz que sufre insomnio, completamente alienado, anestesiado por el contexto, y atrapado, desde su perspectiva del mundo, en una atmósfera capitalista relacionada con el súper consumo. Y el consumo como forma de tapar sus frustraciones personales y su incapacidad de encajar en un sistema dominado por las lógicas del mercado financiero, o bien de hacerlo volar por el aire. En el final, cuando se encuentra con Marla, con música de fondo de Pixies, mirando las explosiones y el derrumbe de todos los edificios del centro financiero, dice “me conociste en un momento muy extraño de mi vida”. Es ahí dónde destruye también a Tyler Durden, su alter ego revolucionario, pero también recupera su libre albedrío; de alguna manera, acepta su vulnerabilidad. Lo que mencionabas antes, sobre la honestidad y hacerle frente a todas las incongruencias que atraviesan a nuestras realidades y prácticas, está también el reconocimiento de que vivimos constantemente en crisis: esa la historia de la sociedad argentina de las últimas décadas. El desenlace de la arquitectura argentina es en crisis, lo que no deja, por otro lado, de ser una reiterada posibilidad de reinvención.
MH: El título juega a diferentes puntas. En un principio, buscaba relacionarse temporalmente con la exposición Our Happy Life: Architecture and Well-Being in the Age of Emotional Capitalism”[1], donde Francesco Garutti toma el período poscrisis global del 2008, momento en que cierta conciencia humana pareció reconstruirse sobre sí misma a partir de la explosión de una burbuja inmobiliaria, una realidad que dejó a muchos en la lona. Ahí parece condensarse una nueva forma de pensar sobre el bienestar personal, que obviamente se trasladó hacia la arquitectura. Me interesaba tejer una relación entre el significado de crisis para ambas culturas, una primermundista y la nuestra. En parte, creo que mucho de lo que ellos atravesaron, nosotros lo vivimos un poco antes, de manera más cruda. Los argentinos adquirimos cierto expertise sobre el manejo de crisis en los últimos cincuenta años. Recuerdo que para presentar el tema y en especial el tono de la investigación a la institución hice un simple ejercicio de búsqueda en google images. Por un lado, busqué “crisis Argentina 2001” y por el otro “crisis Canadá 2008”. Mientras que en los resultados de la primera podías ver tumultos, fuego en las calles y policía montada persiguiendo manifestantes, una especie de Jinetes del Apocalipsis cabalgando por Diagonal Norte con el mundo en llamas, en la búsqueda canadiense aparecen una sucesión de índices bursátiles, sobre el costo de vida, el costo de la propiedad… Es claro el dramatismo de nuestro caso. Me interesaba incorporar a esa estructura de drama cinematográfico el relato de un período bueno, el rebote. El título se respalda además en la capacidad que tiene el CCA de encontrar diferentes tonos para tratar los temas, desde lo provocativo de sus títulos hasta la profundidad de las propias investigaciones. Quería que a partir del título quedara en claro que buscábamos darle una nueva voz a la arquitectura en clave local, de la misma manera que después Dino Buzzi le encontró una voz al dólar en su relación endiosada con la arquitectura. Sobre la película: lo que me gusta es que en ese momento el protagonista se asume a sí mismo, una especie de coming of age, una revelación sobre “lo que soy”, aunque no deja de ser apologética. En definitiva, me interesaba entender que en un momento la arquitectura tuvo otra forma de aproximarse a un problema, tuvo otras maneras, generó otras posibilidades de llegar a ese resultado que podemos llamar la construcción del entorno edificable. El texto inicial de la investigación empieza con una reflexión en primera persona: “¿Por qué habré decidido convertirme en una institución financiera?, ¿Por qué habré elegido perseguir el dinero?, ¿Por qué habré elegido ser el banco?”; es la voz hipotética de una disciplina que se cuestiona en retrospectiva cierto accionar, cuando pudo haberse puesto al servicio de una nueva identidad. Por otra parte, algo destacable del rebote poscrisis 2001 en el campo de la arquitectura fue el pico de la producción de viviendas en formato especulativo, volviendo a proyectar la idea de refugio de valor. En ese período el arquitecto pasó, sin demasiada premura, de ser un mero proyectista a ser también desarrollador. A partir de esa construcción buscamos analizar y profundizar por qué la arquitectura forma parte de un club exclusivo en la Argentina consumista del siglo XXI. Un club donde las cosas se miden en dólares versus todo el resto que se mide en pesos. Y en especial ¿qué es lo que se mide en dólares de la arquitectura? ¿El valor intrínseco o el valor que la sociedad le imprime a esa arquitectura? Todo lo que la produce, todo lo que la genera está pesificado, todo aquello que en cierto punto forma parte del mundo cotidiano se define en moneda nacional. Por otro lado, una parte de esa arquitectura se conecta con otro registro y es esa la arquitectura que está dolarizada. Se trata de lógicas que, para nosotros, ya están articuladas y forman parte del día a día, pero que, cuando se presentan objetivamente ante una audiencia internacional, adquieren tintes delirantes. Como decía Touzón en la charla de presentación del proyecto,en marzo 2020, en la Argentina de ese momento te podías comprar un televisor en cincuenta cuotas, es decir, lo terminabas de pagar cinco años después, pero una casa la comprabas en efectivo poniendo toda la plata sobre una mesa, frente al vendedor. Y eso no fue siempre así. Entonces la investigación adquiere relevancia cuando trata de entender cómo la arquitectura forma parte de todo este proceso ¿Cuál es su rol dentro de esas estructuras? ¿Por qué sucedió y sigue sucediendo? ¿Cómo fuimos capaces en tanto arquitectos y como disciplina? ¿Se puede pensar en otras articulaciones del mismo problema? Queda claro entonces que la investigación, de todas maneras, no busca generar respuestas. Busca más bien presentar una serie de preguntas, o bien de escenarios de análisis que indaguen sobre el estado particular de esa articulación que popularizó a la arquitectura en su proceso de poscrisis.
RKW: ¿Cuáles son los factores que hicieron posible esta articulación y desdoblamiento del mercado inmobiliario como posibilidad de mantener una cierta estructura de valor en la que nadie quería perder, y donde la arquitectura encontró una forma, en la propia desregulación del sistema monetario para seguir subsistiendo y, en algunos casos, también producir viviendas de gran valor arquitectónico?
MH: Creo que hay dos factores: primero, hay un momento particular en la historia argentina, en donde se produce ese salto a la dolarización del mercado inmobiliario. No fue un acto decidido en una asamblea, o una norma dictada por el Consejo Profesional de Arquitectura y Urbanismo. Creo que hay viveza en el usufructo de un rasgo cultural argentino. Para la Argentina de la inmigración siempre estuvo claro que hacerse de un pedazo de tierra era el principal logro en la vida y ese acto representaba además el principal eje de crecimiento personal, un devenir social ascendente. Lo que el economista Alejandro Bercovich expuso en conversación con Touzón y conmigo, es que acá la movilidad social ascendente o descendente se dirime en si tu casa al final de tu vida es más grande o más chica que al principio. Ahora, en una crisis como la que vivimos, en un país que tiene ya cincuenta años de movimiento pendulante entre crisis y bonanzas, crisis y más crisis, es inevitable que se refuerce la idea de la casa como refugio de valor. A la larga, si perdés todo, si el trabajo no rinde lo suficiente, siempre vas a tener tu casa como último refugio. Entonces, creo que hay un sesgo de la cultura local que es hábilmente incorporado por el mercado. Este entiende esa estructura y la arquitectura, durante ese período, obedeció al mercado. Es decir, no pone en crisis esa estructura polarizada, la idea de que tu casa es también una inversión, o peor aún, un refugio a futuro en caso de que todo vuele por los aires. Hay, sin embargo, arquitectos que han sabido surfear ese mercado y producir grandes piezas arquitectónicas. El texto “Una forma de ser arquitecto”, de Sebastián Adamo y Marcelo Faiden, desanda el accionar de un tipo de arquitectura porteña que durante el último siglo supo brillar haciendo uso de las reglas que imponía el mercado. Es importante saber que hay una tradición vernácula que supo hacerle frente a la necesidad, con arquitectura de calidad.
RKW: El propio desdoblamiento del dinero, de un mercado inmobiliario dolarizado, con una economía que para la gran mayoría de la población está en pesos es una gran paradoja. Y lo es porque la condición que transforma la vivienda como refugio de valor se impone a la noción de la casa como espacio para habitar y desarrollar la vida, una de las incumbencias de la disciplina.
MH: Si alguien pone todo lo que tiene, que puede ser el caso de una familia de clase media o media baja, para comprar una casa y lo piensan como una inversión en su propio futuro, suena lógico. Pero cuando ampliás el espectro de análisis, los que pueden acceder a ese campo de inversión no son muchos en Argentina. Estamos hablando siempre de la clase media para arriba. En un país donde los créditos son inexistentes, la única forma de comprar una casa, una vez más, es poniendo todo sobre la mesa. No hay entonces diversidad en esa búsqueda del habitar, hay un mercado que entiende que la necesidad por poseer una vivienda es la misma que alimenta el interés más allá del mero habitar. En ese gesto se despoja a la vivienda de su objetivo primordial, el habitar. No importa si alguien la va a vivir o no la va a vivir, importa si esa vivienda tiene la capacidad de seguir valiendo lo mismo o más en el futuro inmediato. Cuando eso se instaura como norma, y el mercado es quien dictamina la norma, creo que el medio se achata. No hay investigación ahí si las normas las establece únicamente el mercado; y la arquitectura, por su parte, parece no querer pensar más allá de las formas de habitar establecidas por el mercado. Eso se ve claramente representado en la propiedad horizontal de la ciudad de los últimos veinte años, donde ha primado la vivienda tipo para una familia tipo. Estamos hablando de un período de gran transformación en las estructuras civiles a nivel familiar. Uno podría establecer un arco dramático que va desde la legalización del matrimonio igualitario, pasando por el auge de las familias ensambladas, hasta los avances en los procesos científico-biológicos que democratizan la posibilidad de cierta proliferación de familias monoparentales y sin embargo nada de eso está reflejado en la producción de vivienda contemporánea. El modelo que sigue vigente parece ser el que se dictó tras la última crisis, o incluso más atrás. No hay estructuras que piensen en otras formas de vivir, en otras formas de habitar, o incluso en otras formas de permitir el acceso a la vivienda, porque lo único que se impone hoy sobre la vivienda como discurso es que sea un bien vendible, una inversión que genere una plusvalía o que, como mínimo, conserve su valor.
RKW: La serpiente que se muerde la cola.
MH: El mercado funciona así, lo único que favorece es ese presente, se aprovecha de las variaciones, pero no tiene un pensamiento evolutivo. La arquitectura sí puede tenerlo, pero debe romper con la lógica antagónica; quizás debería construir un nuevo mercado. Además, la investigación puede ser relevante como antesala para esos escenarios inciertos, poniendo en evidencia una serie de vínculos que nosotros tenemos claros, pero que nunca expusimos. Definir el contexto que construye una estética arquitectónica basada en la especulación y no solo en la estética de las formas, como si aún estuviéramos representados por definiciones corbusieranas de lo que es o no el espacio, lo que lo define a mi parecer no es la técnica en líneas tradicionales, sino una tectónica de lo invisible. En la calle, en la práctica, la arquitectura habla un idioma distinto del que se publica en los medios, más arraigado al lenguaje del dinero y sus derivaciones, que después de la crisis de 2001 se profundiza aún más, porque uno de los grandes actores, el bancario o financiero tradicional, en el ecosistema financiero argentino, porteño para cerrarlo un poco más, explota por el aire. En 2001 los bancos se hunden, a diferencia de lo que pasó en Estados Unidos en 2008, que tiene una capacidad enorme de salvataje, porque su principal asset, su principal valor, es la confianza de la gente en su sistema crediticio. Una vez que desaparece esta estructura de confianza, las personas que tenían plata o que lograron rescatar sus ahorros, o los que todavía, en una situación de crisis, siguen teniendo flujo de caja, y por ende acceso a algún tipo de modelo de inversión, empiezan a buscar otros destinos para conservar o multiplicar ese capital, y ahí es donde la arquitectura toma el control y se transforma en una entidad financiera. Termina reciclando algo que ya tenía en su adn y lo multiplica exponencialmente. Es decir, ya era un refugio de valor a nivel cultural: “yo tengo mi casa, si todo se va al carajo ese va a ser mi último resguardo”. Cuando explota la crisis de 2001 eso se desdobla, y ese dinero que desaparece, se licua, se desvaloriza, encuentra en la arquitectura una estrategia segura, visible, sólida. El ladrillo es palpable, ya no es una entidad financiera que tiene una bóveda inaccesible, que moviliza el dinero de una manera incierta. El ahorro se hace tangible, “lo construyo, lo puedo sentir y por sobre todo lo puedo vender en un mercado dolarizado”. En ese momento la arquitectura decide formalmente ser parte, ser un actor en esa coyuntura. Yo trato de pensar a la arquitectura desde cierto positivismo naïf, es decir, creo que es una disciplina que toma posición, al producir su propio contenido, es capaz de hacerse cargo de sus capacidades proyectivas para mover la aguja. Pero cuando ves que su discurso está tan empatado con el que dicta el mercado, digitando a gran escala qué es lo que se produce y qué no, te hace pensar que la disciplina no puede despegarse de esa estructura de servicio, sino que pone sus herramientas y capacidades al servicio de otros intereses, como el financiero o el político. Y creo que eso deriva de una falta de honestidad de la disciplina para consigo misma, no como un acto malicioso y ocultista, sino más bien como un gesto ingenuo y superficial. Con cierto carácter, y sobre todo haciendo prevalecer una mirada honesta sobre sí misma, la poscrisis de 2001, donde hubo un empoderamiento certero de la disciplina en la producción de ciudad, hubiese significado además una ampliación fundamental de la diversidad arquitectónica. Ahí, como pocas veces antes, el arquitecto tenía el poder de reunir para producir, y en esa producción proponer, variar, investigar nuevas arquitecturas. Pero no es lo que pasó, al menos no a gran escala.
RKW: Al principio sí. Hubo todo un surgimiento de nuevas formas de sociabilidad, como la economía del trueque, por ejemplo, de un empoderamiento ciudadano con prácticas colaborativas que planteaban un contexto más allá de la lógica de mercado, que fueron inspiradoras.
MH: Definitivamente hubo un cambio de cosmovisión, un escenario fértil, tras esa especie de tabula rasa que fue 2001, donde eran posibles esas nuevas estructuras. En ese momento muchos se animaron a dar el salto, del proyectista que tiene que esperar un llamado telefónico de un cliente para ponerse a pensar un edificio, a producirlo por medios propios. Lo increíble de ese período es que el arquitecto también supo capacitarse a sí mismo en un oficio que no le fue inculcado por la academia. De hecho, las instituciones aún no lo habían decodificado en currícula y el desarrollismo ya era una práctica corriente, incluso para algunos lo fue antes de terminar la facultad. Es un cambio de cosmovisión muy grande para la disciplina y un salto bastante dramático a nivel de la producción profesional, que devino enteramente en una disciplina autogestora. El fideicomiso, significó una ampliación sustancial del lenguaje arquitectónico, incorporando incluso a gente que no anhelaba la arquitectura o que no la tenía incorporada en su medio social y cultural. Especialmente cuando empezó a entenderla como un escenario posible no solo para albergar y resguardar valor sino para producirlo y multiplicarlo. Lo que me resultó interesante, entonces, fue esa capacidad de la arquitectura, por encima del propio arquitecto, de resignificarse. La arquitectura diciéndose: “Sí, en el momento en que todo cambió, cuando pudimos haber construido otro lenguaje, yo me puse al servicio de otra estructura”.
RKW: El fenómeno de la dolarización inmobiliaria es el reflejo de un mercado históricamente desregulado, previo a la crisis de 2001, que se remonta a los años 70.
MH: El gran momento de desregularización nacional es la dictadura, con Martínez de Hoz. Ahí se produce la explosión y el interés particular de la población por el dólar, las reglas que antes daban sentido al cotidiano se tornan laxas y el Estado (de facto, vale aclarar) decide abrir las compuertas a la especulación. Coincido con vos que hubo voluntades de cambio en 2001, pero se desvanecieron cuando el rebote insertó dinero en el medio y este pasó a gobernar la discusión cotidiana, no desde la escasez sino desde cierta cornucopia estética de la bonanza. La pieza que cierra la investigación, a cargo de Juan Campanini y Josefina Sposito, dibuja las diferentes formas y escalas que adquirió el dinero en la cotidianeidad porteña. Es una constante en una economía en la que el dólar siempre es rey, algo difícil de desarmar porque es una de las pocas estructuras de confianza que perduran en el tiempo. A veinte años de la crisis de 2001, puedo garantizarte que todo aquel que vivió esa crisis en carne propia aún hoy no confía al 100% en los bancos.
RKW: Hoy se transformó más en un paradigma cultural que una regla económica, lo que lo vuelve aún más complejo abordar desde la arquitectura.
MH: Sí. Y peor aún, no proyectual. Architecture is dead, long live to architecture [La arquitectura está muerta, larga vida a la arquitectura]. En mi opinión, la sentencia a muerte a la arquitectura es el monoambiente. En su literalidad al código, no es ni siquiera una búsqueda. Hay monoambientes que sí han sabido proponer, y esos han sido publicados, ambos los conocemos y valoramos a aquellos que hicieron de esa tipología algo mejor que lo que dicta el código. Pero si lo pensás, la regla general del campo construido sobre esa tipología es como si se tratara de una arquitectura sin arquitectos. Es el código definiendo una estrategia social. Y uno podría pensar que el Código es una herramienta de la arquitectura para proyectarse a gran escala, pero de nuevo es quizás una mirada naïf del asunto. Creo que el nuevo código para la Ciudad de Buenos Aires hace evidente su aval al mercado, que se postula como el verdadero vector de crecimiento al que apuesta la ciudad. Lo que el código intenta ponderar es el incremento poblacional dentro de la Ciudad de Buenos Aires, romper con la barrera de los tres millones de habitantes, estancada hace años, a un “ideal” de seis millones. La herramienta que propone el código para densificar la ciudad es una lógica de mercado pobre, es decir, generar accesibilidad empobreciendo la calidad del medio construido. En lugar de generar un nuevo interés por la urbe, proponer nuevas estructuras habitables y abrirse a nuevas posibilidades, diluye las estructuras existentes en tipologías de peor calidad.
RKW: En este sentido los nuevos códigos de edificación y urbanístico de la ciudad de Buenos Aires suponen un sinceramiento de la arquitectura como estructura de mercado. Porque en cierto sentido el código homologa que la vivienda es un medio de inversión. Y lo que rige al mercado es justamente el precio del metro cuadrado, una medida superficial, donde prima lo cuantitativo por sobre lo cualitativo. Lo que transforma a la vivienda en una moneda de cambios es su uniformidad. Para que la arquitectura pueda salir de esa lógica, la vivienda debería dejar de concebirse como un refugio de valor y modificar la forma en que medimos su valor monetario.
MH: Creo que la primera idea de esta investigación nace al atravesar el proceso de compra de mi casa, a la que solamente puedo acceder a temprana edad porque mis padres y mis suegros durante su vida pudieron ahorrar dinero y nos pudieron hacer un préstamo. Aun analizando cualquier financiación bancaria a 20, 30 o 40 años implicaba algo imposible para nuestra economía. En el momento de concretar la operación, en una procesión delirante y pesadillesca a través del microcentro porteño, hicimos el desembolso de una cantidad enorme de dinero. Compradores y vendedores mancomunados contando los billetes en una sala de un sótano de uno de los bancos retratados en esta investigación. Es decir que una institución formal, apañaba un acto de enorme informalidad, no es que lo hicimos en una cueva o algún lugar clandestino. Cuando terminamos todo el proceso yo había quedado demacrado, como si me hubiese pasado un tren por encima. Ese proceso de altísimo riesgo y de gran volatilidad era un común denominador en el proyecto arquitectónico del período que estamos retratando. Yo creo que esa es parte de la estética que estamos tratando de reconstruir en esta investigación, de entender que, en realidad, lo que estamos produciendo no son obras de arquitectura per se. Son mecanismos que responden a una cultura centenaria que reformula constantemente el sueño de ser dueño de un pedazo de tierra. El primero en decodificar el anhelo de ser dueño fue el mercado, no la arquitectura, y por ende lo puso a su servicio. Al igual que los creadores de Instagram se dieron cuenta de que te gusta mirar la pantalla en un loop eterno sin final, el mercado inmobiliario se dio cuenta, en julio de 1977, que era el momento de unir a fuego las dos estructuras que acá eran sinónimo de certeza y de futuro: el dólar y la vivienda. No fue el Estado, no fue una política pública, fue el mercado en clave transaccional. Ahí se produce la génesis, los Adán y Eva del desarrollo inmobiliario contemporáneo. Esta condición produce un engranaje, una lógica que se va transformando sin que el Estado pueda intervenir de manera certera. En otra época de la historia edilicia argentina, los grandes cambios se produjeron por un fuerte intervencionismo del Estado, como la Ley de Propiedad Horizontal, que rompió con la hegemonía terrateniente al permitir que un edificio se subdivida en muchos propietarios, y eso fue recién a mediados del siglo XX. Fue esa ley sobre la propiedad la que posibilita el desarrollo de una nueva estructura para habitar la ciudad, homogeniza el acceso a la vivienda.
RKW: ¿Y cómo entra el fideicomiso en el engranaje del que estamos hablando?
MH: El fideicomiso es el nombre que ese período le confiere a una figura que ya formaba parte de la producción edilicia local, en esa figura la mecánica hace un boom y se populariza. Parte del secreto de éxito era su oscuridad, la capacidad de presentar opaco todo lo que se depositaba adentro. Vos podías tener plata abajo del colchón, invertías en un fideicomiso, pasaban dos años y se te blanqueaba la plata en un departamento. En un principio nadie preguntaba de dónde venía esa plata, o como financiaste esa propiedad durante esos años. Hasta que el Estado se percató de que era una estructura que facilitaba fuertemente la evasión fiscal y el lavado de dinero y lo regularizó a fines de 2008. Eso hizo que el fideicomiso, como estructura de desarrollo e inversión, bajara en popularidad. ¿Por qué? Porque a partir de entonces exigía al fiduciario, que por lo general era el arquitecto en su figura de desarrollador, que certifique el origen de los fondos y por ende los fondos que entran al fideicomiso deberían estar blanqueados. El Estado deposita en el arquitecto un rol de fiscalizador que no le corresponde, así como su obra ya había adquirido la necesidad de refugiar los ahorros de la gente, algo que como bien decía Bercovich, en un sistema económico sano, le debería corresponder a los bancos. Los arquitectos entonces abandonan el fideicomiso y buscan nuevas herramientas, como la sociedad anónima o la S.R.L. A medida que pude entrevistar a diferentes arquitectos y arquitectas que hicieron ese camino, en una serie de conversaciones conducidas por chat (formato que impuso la pandemia) entendí que a lo largo del tiempo fueron varias las estructuras que se adoptaron para conglomerar y producir, desde un consorcio de vecinos hasta una empresa desarrolladora en clave SRL creada únicamente para la ejecución de un solo edificio.
RKW: El proyecto de investigación se abre a diferentes enfoques y profundiza en aspectos invisibilizados en el relato tradicional de la disciplina, con colaboraciones que se publicaron en la web del CCA. A continuación publicamos dos de estas piezas, el texto de Dino Buzzi, Catástrofes Naturales: el nacimiento del Homo Dolarensis y la segunda parte de la investigación producida por Juan Campanini y Josefina Sposito, Escala y medida en las formas del dinero. ¿Qué perspectivas de lectura proponen?
MH: Empezamos con la conversación de la cual vos formaste parte, donde contextualizamos el período de manera político-económica. Le sigue el texto de Dino Buzzi, una ficción que describe la aventura terrenal que es producir arquitectura en formato desarrollista. La pieza que sigue es de Juan Campanini y Josefina Sposito, La forma del dinero, que se desdobla en una segunda publicada acá, que habla de esos setenta años de la arquitectura al servicio de la generación de confianza, su posterior destrucción en 2001, y la consecuente cornucopia estética que adquiere el dinero en pleno rebote. Por último, nos interesaba indagar un poco en la figura del arquitecto desarrollista, definir los rasgos de su carácter. A partir de una investigación historicista que venía produciendo de Adamo-Faiden sobre ciertas formas de producir arquitectura en formato de propiedad horizontal, pudimos desandar la idea de que todo sucedió a partir de la crisis de 2001. Su texto abre la puerta a una tradición de las formas que puede remontarse al propio Bustillo. En consonancia, desarrollamos una investigación a partir de una serie de entrevistas cortas en formato chat a arquitectos y arquitectas que atravesaron esa revolución profesional en primera persona. Si este trabajo puede funcionar como un principio de entendimiento hacia las posibilidades que tenemos de romper con una lógica que impera hace cincuenta años, estoy más que satisfecho. Creo que la única forma que tenemos de llegar a eso es haciéndonos preguntas, entender por qué pasó y qué hicimos cuando sucedió, y sobre todo, de qué lado se plantó la arquitectura.
RKW: Creo que una crisis bien entendida es justamente eso, la posibilidad de hacer estallar los propios límites que la contienen. Hay que insistir en preguntas que provoquen diferentes formas de pensar para ver hacia dónde se puede ir a partir de ahí.
MH: Exacto, es fundamental reforzar el ejercicio arquitectónico de ensayar sobre preguntas posibles. Me parece que transformar la arquitectura de una especulación inmobiliaria a una especulación intelectual también es un gesto poderoso, recuperar el potencial transformador que tiene la disciplina, y redefinir lo que hacemos como práctica.
[1] Our Happy Life: Architecture and Well-Being in the Age of Emotional Capitalism. Exposición curada por Francesco Garrutti en el Canadian Centre for Architecture, Montreal, 2019. (https://www.cca.qc.ca/en/events/63178/our-happy-life).